La luz penetraba por el escotillón. Se habían detenido al pie de la escalera. El barco navegaba con grandes bandazos: Soplaba duro el viento de Levante. El marinero permanecía silencioso, cohibido por aquel sentimiento de repulsión que surgía en su alma y al cual se entregaba pasivamente, con un oscuro disgusto de sí mismo. No era hombre de rencores, y hubiera querido mostrarse amistoso; pero incapaz de simulaciones, sentía los ojos cobardes, irresolutos. Aquella máscara calmuca, aquellas greñas color de buey, aquellos ojos oblicuos, brillantes de astucia, se le hacían insoportables. Era suplicio la voz, que repetía obstinada:
-Ha sido un error lo que has hecho, y debes reconocerlo. ¡Un error, hermano! No has debido poner la suma íntegra en manos del Maestro. Te enojas, y no tienes razón, hermano. Lealmente te manifiesto mi opinión, y todas las opiniones tienen opción a ser oídas. ¿Cuáles son nuestras obligaciones respecto al Maestro? ¿Las obligaciones de los que seguimos la luz de su doctrina? Hermano, si te enojas, lo sentiré, pero no conseguirás que silencie mis reproches. El Maestro es un niño gigante, y cuantos le amamos hacemos poco ensangrentándonos las manos por apartarle las zarzas del camino. ¿Qué hubieras hecho con un niño? El Maestro es un niño y necesita tutores.
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