La cantina, bajo el escotillón de proa, estaba penetrada de olor de tabaco: Las candilejas de petróleo apenas alumbraban en la niebla de humo. El cantinero era gaditano, fugado por un proceso a Gibraltar. Residía allí de muchos años, amancebado con una inglesa sargentona, que le ayudaba en los negocios de contrabando. Con el apaño de la cantina sacaba también muy buenos patacones: Vendía tabaco, naipes, velas, arenques, café y bebidas. Hallábase encorvado sobre el anafre, donde tenía una gran cafetera. El vapor llevaba anclas. En la niebla de humo, la candileja del mostrador tenía una luz triste y remota de faro en niebla de naufragio. Percibíase el retemblar de las cuadernas, y el ferroneo de las cadenas al ser arrolladas. La parroquia era escasa: Tres jugadores de cartera y un marinero silencioso, que esperaba al pie del mostrador: Como corría el tiempo y el cantinero no se daba prisa por servirle, repitió la demanda con reposada urbanidad:
-Un arenque.
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