Asomaban por la borda jipis y gorras a cuadros, cofias y pañuelos: El pasaje de cámara balconeaba, contemplando los reductos y oyendo las cornetas militares: Se aburrían al filo de la obra muerta, rubicundas carátulas con salacot y monóculo, barbas judaicas, desgarbadas misses, cabezas morenas de levantinos, un mundo abigarrado de aventureros y turistas burgueses, embarcados en los puertos del Mediterráneo -Alejandría, Malta, Nápoles. En el sollado el pasaje de tercera permanecía indiferente, acomodado al sol entre maletas, fardeles y canastos. Lloraba un crío en el regazo de la madre, algunos hombres jugaban a los naipes, una rubia se desenredaba la mata del pelo con un peine sin púas. A la sombra del foque, un gigante barbudo, imprecador, enorme la boca desdentada, los ojos azules arrebatados de alocada inocencia, reunía un grupo de franceses e italianos: Hablaba gesticulante, con grandes ademanes: Le oían, cambiando guiños burlones, dos prójimos que fumaban recostados en la amura de babor: Habían embarcado por la mañana, y se mantenían aislados del pasaje, con un secreto y agresivo resentimiento de españoles fuera de España. El capitán, con uniforme azul, paseaba en el puente. La marinería patuleaba descalza, subiendo y bajando las escaleras de lucientes bronces. En el corro de oyentes, a la sombra del foque sobre el azul luminoso de la tarde abría los brazos el barbudo gigante, y los dos compadres españoles, recostados en la amura tirando de la colilla, entornaban displicentes la pestaña.
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