El Señor López de Ayala se detuvo en el portón, escudriñando la calle: -Calle de San Juan, aceras mojadas, faroles claudicantes; en una esquina, el sereno.- Dudoso en el rumbo, permaneció allí algunos instantes: Miraba al cielo encapotado, y decidiéndose, subió hasta la Plazuela de San Francisco. A poco le puso en cautela el rumor de unas pisadas, tan a compás de las suyas, que declaraban venirle en seguimiento. El Capitán Ródenas, señalándose con toses, pasó de largo. La tasca de un montañés entornaba media puerta, y la banda de luz que salía del interior cortaba la tiniebla nocturna. Un hombretón de zamarra y garrote, al frente de algunos ternes, se acercó al Señor López de Ayala:
-¡Feliz casualidad, Don Adelardo! Le he buscado toda la noche, y en la fonda le dejé una carta. ¡El tiempo apremia! Contamos con el pueblo y las tropas de Cantabria. Si ustedes logran decidir a los artilleros, el triunfo de la revolución será un hecho.
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