El Señor López de Ayala, aquella misma noche, recibió un misterioso mensaje para que acudiese a la tertulia de Doña Juanita Custodio. Doña Juanita era una jamona de abolengo liberal, y su tertulia, la clásica tertulia con lotería de cartones, noviazgos, juegos de prendas, rigodones y lanceros. El Capitán Ródenas, que cantaba acompañándose al piano, ganó allí sus mejores lauros: El Capitán tenía un repertorio romántico de danzones y playeras: Suspiraba en solfa por los encantos gachones de Doña Juanita. Los pollos de la tertulia, en rijoso cuchicheo, aseguraban que la viuda tenía los lunares de la copla. Era aquél un hablar de oídas, sin que ninguno aventurase vanaglorias de alcoba, y de tales propósitos libidinosos salía incólume el recato de Doña Juanita. Solamente las pulgas, a las cuales era muy propensa, como mujer lozana, pudieron haber divulgado el secreto de sus gracias, o acaso, en alguna trúpita, el difunto Don Pascualito Custodio. La viuda, toda mieles y lisonjas, hizo lugar en el estrado al Señor López de Ayala. El vate correspondió con un madrigal dechado de jardinería poética, ramillete de flores, mariposas, aromas y céfiros. La frufruante viuda, con el poeta a su vera en el sofá de góndola, se hacía un puro misterio, al resguardo del abanico, el lunar de la boca:
-¿Ha conferenciado usted con los desterrados? ¿Embarcarán?
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