El General Don Domingo Dulce, enfermo crónico del hígado, tumbado en una silla de lona, tras la reja de gruesos barrotes esparcía los ojos por el horizonte marino: Era un viejo taciturno, flaco, amarillento, con murrias hepáticas. Le servía de celda una sala de amortiguadas luces, muros de cal y solado de baldosín con ruedos de pleita de reciente estreno. Un sorche -fusil y bayoneta calada- hacía la centinela ante el portón abierto sobre una galería abovedada, con la hornacina del banderín y fusiles en armario. El Comandante del Fuerte saludó cuadrado en el umbral:
-¿Da Vuecencia su permiso?
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