El Señor Cánovas del Castillo repasaba las estanterías, asegurándose los quevedos, con nerviosa suficiencia, la expresión perruna y dogmática. Era de una fealdad menestral, con canas y patas de gallo. El Marqués de Salamanca le alargó las dos manos, opulento y rubicundo de frases cordiales:
-¡Mi docto amigo! Es usted el primero y me congratulo: Así cambiaremos impresiones y nos pondremos de acuerdo.
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