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CAPÍTULO III

La conjura orleanista ya no excusaba los pactos con la roja democracia. Mudaba el rumbo de las sesudas veletas unionistas al soplo elocuente del Señor López de Ayala.
-No es una inconsecuencia política el pacto que ahora propugno con los elementos democráticos, no es una veleidad engendrada por la impaciencia, sino madura reflexión y depurado juicio de los actuales advenimientos y de las fuerzas que con nosotros simpatizan, en el primordial deber de dignificar a la Patria. El Duque de Montpensier es el primero en condenar los extremos demagógicos y temer su contagio, pero a la par reconoce la nobleza de los impulsos populares, el brío generoso de sus entusiasmos. Yo quiero desechar el temor de que en ningún momento podamos ser prisioneros de las turbas. Cualquier desmán del populacho sería fácilmente reprimido si contamos con los cuarteles, y si el movimiento lo secunda la Escuadra. Los momentos son únicos, decisivos, apremiantes: Urge dar cima a nuestros ideales. Cádiz, la cuna de las patrias libertades, se manifestaría unánime en pro de nuestro generoso intento. Mayor recelo que la demagogia gaditana, mayores dudas y suspicacias, me inspira el soldado de fortuna, el condotiero ambicioso de lucros y mandos, el eterno conspirador hoy acogido a las playas inglesas. ¿Habéis pensado si no es un azar venturoso su destierro? Francamente, señores, y dicho en el seno de la amistad, hagamos la revolución sin ese hombre funesto, aun cuando para el logro de nuestros propósitos, y en la necesidad de buscar alianzas, sea preciso pactar con las democracias republicanas.