Tiberio Graco y Claudio Nerón, de par y en silencio, caminaban por la acera. La sutil neblina nocturna estopaba con agigantado desdibujo el contorno de los Hermanos. Caía la luna sobre el filo de la acera, y los dos la iban cortando. Paúl y Angulo, de pronto, estalló en una traca de truenos:
-¡Don Juan está condenado a muerte por esos hijos de mala madre!
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