El General Prim, con bravatas cuarteleras y grandes gestos de teatro levantino, ilusionaba en su tertulia a los ilusos emigrados, acólitos y diáconos de la voluntad nacional. Temerón y con reservas mentales, entre humorismos biliosos, declaraba que las revoluciones no se hacen con santos ni con santones. El Amigo Práxedes rasgaba la boca, con el rizo del tupé erecto sobre las cejas:
-Mi General, los santos en los altares, y abstenidos de operar milagros. Anónimos, con telarañas y sin un maldito sacristán que les pase la escoba por la cara: Santos sin cohetes.
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