El General Prim disimulaba su enojo por aquellas paparruchas y, de secreto, persistía en los propósitos de una alianza con el Pretendiente. Autoritario, imbuido del fuero marcial, poco afecto a las utopías democráticas, cautelaba que la revolución española fuese monárquica, y como presumía el desafecto nacional por las candidaturas extranjeras, ocultas voces de su instinto le aconsejaban pactar con la causa de Don Carlos. Paralelamente, ilustrando falacias púnicas, mentía promesas a las ilusionadas democracias y al moderantismo palaciego, que iniciaba una conjura favorable al Príncipe Alfonso. -La Reina Madre, con sus dedos de hada antigua, tejía los hilos de aquel enredo. -El Conde de Reus, sigilosamente, adoptando misterios de aventura galante, había recibido cartas y un retrato de la Augusta Señora. -Plata las ondas del peinado, la frente anciana nostálgica de la real diadema, perenne la bella sonrisa italiana, insinuante de ciencia diplomática y coqueta. -El General Prim, en otro tiempo, alboreando sus ambiciones de conspirador, había sentido el encanto de aquella sonrisa. El glorioso hijo de Reus se emocionaba con romanticismo de tenor menestral que canta solos en el orfeón de su pueblo: Pero la falsía de sus tratos perduraba sobre aquellos sentimientos. Solicitado por la conjura alfonsina, fluctuaba en medias palabras, encapotado con la suspicacia de verse pospuesto si la minoría del Príncipe de Asturias aparejada la política personal de un regente. ¿Acaso el naranjero de San Telmo? Acaso, por segunda vez, el tresillista de Logroño. España no escarmentaba. El Emigrado de Londres, oportunista y capcioso, sin doctrina y sin credo, cabildeaba, con segundas miras, el abrazo de todas las fracciones revolucionarias, bajo el señuelo rojo y gualda de la voluntad nacional. Hedía la revolución, que sería un alegre juego de pólvora, juzgaba inmediata la desavenencia de los bandos extremos. Comprometiendo pactos con las sesudas calvas moderantistas y las desmelenadas democracias, buscaba centrarse en un justo medio, que presentía propicio al logro de sus grandes ambiciones. Soldado de aventura, con una fe mesiánica en su estrella, no dejaba de mirarse sobre un bélico corcel de tiovivo, bordando los campos hispánicos, como otro patrón Matamoros. Con albures de cuartel y arrogancias de matante, presumía que, puesto el ros sobre una ceja, tosiendo fuerte y echando roncas, podía ser el salvador de España.
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