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CAPÍTULO VIII

Corría el tren con dirección a Londres. Don Carlos, taciturno, con digna reserva y afable sonrisa, escuchaba la fútil conversación de sus edecanes. El Pretendiente disimulaba recelos y despechos jugando la alta comedia de los regios estrados. Pasó muchas horas recluido en sus habitaciones de Charing Cross. Cerca de medianoche llamó a sus edecanes:
-¿Qué os parece irnos a cenar a Los Tiroleses? Antes quiero haceros conocer el borrador de una carta que dirijo al Conde de Morella. El héroe del Maestrazgo es, sin disputa, la gran figura del partido, pero no es el partido. La causa legítima tiene otros hombres que merecen ser consultados, si bien ninguno atesore los prestigios del General Cabrera. Marichalar, ¿quieres tomarte la molestia de acercar la luz? Vamos con la carta: «Londres, 23 de junio de 1868. -Mi querido Cabrera: Es indudable que la opinión española juzga inminente la caída del Trono. Tal eventualidad echaría sobre mis débiles hombros el deber sagrado de salvar a España. Consciente de mis futuras responsabilidades, y para prevenir funestas disidencias, creo indispensable la reunión de un Consejo Real. Así procedieron siempre, en los grandes momentos históricos, mis antepasados. A mi ver, urge convocar representantes del clero, de la nobleza, del ejército y del estado llano. Teniendo en cuenta tus dolencias, la reunión podría celebrarse en Londres, del 20 al 30 de agosto. - Son adjuntas: 1.ª La lista de algunos consejeros, para que tú la modifiques y completes. 2.ª Una minuta de las cuestiones más apremiantes. Recurro, como siempre, a tu noble patriotismo, para que en este primer paso político de mi vida me aconsejes. -Te abraza, Carlos.»