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CAPÍTULO III

De sobremesa, servido el café, puesta lumbre a los vegueros, el gran revolucionario mandó cerrar las puertas y, paseándose, abrió el pecho a los Hermanos Claudio Nerón y Tiberio Graco. Don Juan Prim, verdoso, cosméticas la barba y la guedeja, levita de fuelles y botas de charol con falsos tacones, que le aumentaban la estatura, sacaba el tórax. Pisando fuerte y abriendo vocales catalanas, hacía temblar el Trono de Isabel II. Decoraba sus jaquetones propósitos con la retórica progresista que resplandece en los himnos nacionales. Si juraba, era por su espada; si prometía, era por la gloria de sus laureles. -César, en las tragedias de los corrales, no declama con más pompa endecasílaba sus hechos de Farsalia.- Don Juan, enarcando el pecho, lucía los dijes del reloj, la botonadura de diamantes, el chaleco de seda. En su alma de falacias y ambiciones púnicas encendía gallos matachines la jota del Ebro:
-¡Abajo todo lo existente! Hoy, señores, el lema de mi espada, siempre al servicio de los ideales democráticos, no puede ser otro. ¡Abajo todo lo existente! Monárquicos y republicanos podemos conducir nuestros comunes anhelos por ese cauce, y así me lo hace esperar la noble conducta de ustedes en el último fracaso de Cádiz. Mi corazón de soldado les guarda por ello el más profundo reconocimiento. Cartas de los amigos me han hecho conocer la actitud de ustedes, tan leal a los pactos con el partido progresista, tan deferente para mi persona.