El General Prim, aquellos últimos días del destierro, habitaba una villa en Paddington. La casa entre enredaderas, alegre de verdes persianas, tenía un cercado de rosales que podaba en mangas de camisa -ajeno a recuerdos clásicos- el Soldado de África. El despacho, grande, cuadrado, con armas, pinturas y mesas de juego, no tenía libros. Don Juan, después de los saludos y presentaciones, había clavado los ojos en el Capitán Estévanez:
-¿De dónde nos conocemos?
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