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CAPÍTULO XXXIII

La Sofi sólo tenía un rasguño en el pecho. Fermín se inclinaba sobre la desfallecida mujer, y al advertir lo leve del daño, inquieto para acallar el suceso, la instó a que viese de incorporarse: Con timorata zozobra la condujo al camastro del sollado. La Sofi rechinaba los dientes, la boca blanca, los ojos adustos, la expresión enloquecida y frenética: La greña, sudorosa y enredada, le oscurecía la frente. El médico de a bordo, luego de atender a restañarle la sangre, había dispuesto un antiespasmódico. La Sofi, incorporada en el camastro, con los dientes apretados, obstinábase en rechazar la pócima: Entre la maraña del pelo, el rostro tenía un lívido claror transparente y lunático. Fermín le sostenía la cabeza acercándole el vaso a los labios. La Sofi, acongojada, caída en un estado de dócil abatimiento, acabó por ceder: Entrechocaba los dientes sobre el borde del vidrio, presa de histéricos temblores, levantados los ojos, vueltos a Fermín: Apartando el vaso, que salpicó el último resto de la pócima, le besó las manos con apasionada demencia. Fermín las esquivó reconviniéndola.
-¡Qué haces! Son extremos que me desagradan.