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CAPÍTULO XXXII

-¡Qué hora negra!
La Sofi, vencida, resignada, con un clavo en las sienes, había vuelto a las lobregueces del sollado. Sentada sobre las tablas del suelo, con la cabeza descansando en el borde del baulete, rememoraba las palabras de aquel santo sin hieles: Las inflexiones de la voz, el silabeo apagado y prudente, del que trascendía una austera resolución. Ecos de palabras, nieblas de imágenes, volvían en confuso y acalorado devaneo. Con las inflexiones de la voz recordaba la boca, grave de reservas, y los ojos que la habían mirado todo el tiempo con una tristeza reflexiva. Se obstinaba en la evocación de aquella mirada, al mismo tiempo que se repetía las palabras conminatorias. En medio de su abatimiento la encendían súbitos rencores contra Doña Baldomera. Temía como algo aciago e inexorable la venganza de Indalecio. Sobre el supuesto de que las instancias del pasaje le alcanzasen el indulto, se prometía salirle al encuentro para que satisficiese en ella el fuero de su mala sangre. Ni un momento dudaba de aquellas traidoras intenciones: Obsesa de presentimientos, tenía como una conciencia irreal de hallarse cubierta de sangre. Asoporada, con la cabeza sobre el borde del baulete, su angustia adquiría la amargura macerada de un dolor pretérito: Dolor de lágrimas secas y un clavo en las sienes. Se adormecía en los negros círculos de aquel afligido y monótono pensar: Sentía cada vez más fuerte el taladro de las sienes, y pasaba del sopor a la vigilia con repentino sobresalto. Puesta de rodillas, atropellando palabras confusas, levantó la tapa del baúl. Sus manos veloces registraron entre las ropas, y sacó un cuchillo: Llevándolo oculto, huyó del sollado: Alada y furtiva atravesó la cubierta, con el fulgor de las estrellas en los vidrios del collar: El corazón le golpeaba contra la hoja del cuchillo, que oprimía bajo el toquillón: Se detuvo sacándolo a hurto, reluciente en su mano de luna: Era un cuchillo grande, con el cabo negro: Lo contempló adementada, sañuda, y volvió a esconderlo: Corría en el impulso de una ráfaga, con la greña suelta, apretado el toquillón sobre el pecho. Un golpe de mar la arrastró sobre la borda, y cayó de cara, lastimándose, abrazada con el cuchillo. El toquillón se le fue en el viento. Avanzó de rodillas, con la boca dando sangre, los ojos en acecho sombrío. La luna que iluminaba la cubierta, caía con trémulos brillos sobre la espalda de Indalecio. La Sofi reconcentraba todo al fulgor da sus ojos sobre la nuca de aquel verdugo. Quedó sobrecogida oyendo sus renegados textos, y el cuchillo se le escurrió de la mano. Enfrente, sobre el fondo de mar y luceros, sentado en un rollo de cables, estaba el santo sin hieles. Entre las luces del mar y del cielo, en la clara soledad de la noche, resonaba, negra de rencores, la voz de Indalecio: