Fermín Salvochea, con silenciosa obstinación, esquivo a todo regalo corporal, se había vuelto al refugio penitente del sollado: Leía a la luz de un cabo de vela. La Sofi, sentada en las tablas del suelo, la sien reclinada en un baulete, contemplaba aquella luz con ojos tristes:
-¡Muy sabio debes de ser leyendo tanto!
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