Don Teo hundió las manos en los bolsillos del paletó, y alzando los hombros con desvergonzada indiferencia, comenzó a pasearse en tres palmos de cubierta: De pronto se detuvo, guiñó un ojo, abrió la boca, y se rió descaradamente, enfrentándose con el Pollo de los Brillantes. El antiguo matón palideció de rabia. Don Teo enseñaba el diente limoso, apuntando una mueca de imperioso cinismo. El Pollo, recalmado, se puso los pulgares en las sisas del chaleco, y de soslayo, por encima del hombro, miró a otro lado, silbando despectivamente. El pasaje se agolpaba sobre la amura de sotavento admirando el fenómeno de espejismo y parecía olvidado de Indalecio. El tuno, con la manta resbalándole por los hombros, y el pelo pegado a las sienes con luces mojadas, tenía un bramido melodramático:
-¡Así se trata a un hombre honrado! ¡Toda la puñetera noche en este cepo como un animal montes! ¿Y cuál es mi culpa? Venga a mi presencia ese miserable capitán, y, de hombre a hombre, le diré que es un tío vaina. ¡Declárese qué ley autoriza este mal trato! ¿De dónde un cochino capitán inglés tiene fuero sobre los naturales de España? ¿Cuál es mi culpa? ¡Volver por mi honra, no avenirme a ser un cabra!… ¡Indalecio Meruéndano los tiene como la copa de un pino, que se entere ese capitán con más pitones que un toro de lidia! España no es la Inglaterra… Ese hijo de la gran cabrona de los mares, todavía no sabe quién es Indalecio Meruéndano. Indalecio Meruéndano da la cara aquí y en todas partes. A Indalecio Meruéndano no hay nacido que le ponga mancha en su honra. ¡Ni hombre, ni mujer! ¡Y adonde lo haya lavará su honor con sangre!
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