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CAPÍTULO XXV

Se oyeron los gorjeos de Doña Baldomera: Pechona y rozagante, apoyada en el brazo del relojero, tenía un mecimiento de oca. El marsellés, suspendida la manta por el asa de cuero, sacaba el vientre como una proa triunfante. Detrás asomaban algunos pasajeros de tercera. Caras curiosas: Expresiones de burlas y lástimas. Se oía el avispero de sus voces: Hablaban y reían al mismo tiempo. A la cabeza, dando humo de la pipa, la hopalanda flotante, la melena al viento, venía el apóstol de la revolución universal: Los ojos azules del gigante traslucían una expresión piadosa y exaltada: A su lado el escuerzo calmuco arrugaba las cejas, y ponía los atisbos sobre Indalecio: El Boy permanecía en solapado silencio, las cejas obstinadas sobre las pupilas en acecho, la boca contraída por un gesto de recelo, todo huido y como disimulado en el desmedro de su figura. Indalecio torcía los ojos sobre Doña Baldomera: El chulapón, lacio y desmayado, chorreaba agua salobre, y la jamona animábale con verboso desgarro, al mismo tiempo que le tendía la manta por los hombros:
-¿Ya no cantamos? ¡Ay amigo, qué pronto se le han caído los palos del sombrajo! ¡Eso no está bien! ¡A mal tiempo, buena cara! ¡Hay que sacar ánimos! Creo que usted también es madrileño: Somos paisanos. ¡Vaya que se está mejor en la Puerta del Sol! Allí no hay balances, ni remojetes, ni capitanes de barco. Los guindas madrileños son más humanos. Tomará usted un café bien caliente, con una copa de ron. Eso le dará ánimos.