El tunante, agatado entre fardos en el oscuro de la bodega, atacaba la boca de un trabuco, el ojo atento a la escala del escotillón. Por allí llegarían a prenderle. En la oscuridad, dispersando a las ratas, alumbró una linterna. En el vértice del cono luminoso negreaba la minúscula figura de un vejete con paletó y gorra de músico:
-¡Indalecio, no te juegues la vida!
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