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CAPÍTULO XII

El marinero de las manos pulidas subió a cubierta: Le urgía averiguar quiénes fuesen aquellos revolucionarios españoles que habían embarcado en Gibraltar. Pensó salir de dudas entrevistándose con el sobrecargo del vapor: Sabía que era masón y recordaba haberle visto alguna vez en las logias de Cádiz. La suerte se le deparó a la boca del escotillón: Bajaba muy acalorado, en disputa con el contramaestre, la pluma tras la oreja y un cuaderno de anotaciones en la mano. El marinero pensó que no era ocasión de interrogarle, y puesto de refilón, saludó a soslayo, con mímica masónica. El sobrecargo, casi sin verle, todo encendido de sanguíneas lumbres, se metió por la bodega, precedido del contramaestre, un hombretón con sueste y ropa de aguas. El marinero fue a sentarse en un banco del entrepuente: Permaneció mucho tiempo absorto en sus vagos sueños de revolucionario, los ojos dormidos sobre la lontananza marina, el ánimo suspenso en la visión apostólica de unir a los hombres con nuevos lazos de amor, abolidas todas las diferencias de razas, de pueblos y de jerarquías: Anhelaba una vasta revolución justiciera, las furias encendidas de un terrorismo redentor. Sobre las hogueras humeantes se alzaría el templo de fe comunista -destruir para crear. Intuía la visión apocalíptica del mundo purificado por un gran bautismo de fuego: El soplo sagrado de un Dies Irae que volviese a las almas la gracia perdida, el sentimiento de la fraternidad universal. Le distrajo de su sueño el llanto de una mujer acurrucada al extremo del banco: Lloraba monótonamente, la cabeza cubierta por un toquillón, el pañuelo enclavijado entre las manos dolorosas, bañadas de luna. El marino la contempló con tímida expresión: Hubiera querido dirigirle alguna palabra de consuelo, y permanecía mirándola indeciso, asaltado por el deseo de alejarse y retenido por el primer impulso de hablarla, de conocer el motivo de aquella pena. Esperaba que la llorosa mujer hiciese algún movimiento: Tal vez se enjugase los ojos, y si levantaba la cabeza, entonces sería ocasión de hablarle. Reparó que el pañolito bañado de luna entre las manos de la llorosa tenía salpicaduras de sangre: Se inclinó para cerciorarse: Compadecido, le retiró el pañuelo de las manos, murmurando una pregunta tímida y anovelada:
-¿Está usted enferma del pecho?