Ya no pudo continuar su relato el Marqués de Bradomín. Llegaron algunas damas que, temerosas de estar a punto en la ópera italiana, hacían un alto en el palacio de la Duquesa de Ordax. Eran señoras jóvenes y un poco tontas, con los talles altos, el pelo en bucles, y el escote adornado con camelias. Hablaban de París, se abanicaban, y reían sin motivo. Entendíase la voz de todas, como en una selva tropical el grito de las monas. En rigor, ninguna hablaba. Sus labios pintados de carmín lanzaban exclamaciones y desgranaban esas frases triviales consagradas en todas las conversaciones, animándolas con gestos, con golpes de abanico, con zalemas.
-¡Pero, qué elegante!
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