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La nota
El Excelentísimo Señor Ministro de España había pedido el coche para las seis y media. El Barón de Benicarlés, perfumado, maquillado, decorado, vestido con afeminada elegancia, dejó sobre una consola el jipi, el junco y los guantes: Haciéndose lugar en el corsé con un movimiento de cintura, volvió sobre sus pasos, y entró en la recámara: Alzóse una pernera, con mimo de no arrugarla, y se aplicó una inyección de morfina. Estirando la zanca con leve cojera, volvió a la consola y se puso, frente al espejo, el sombrero y los guantes. Los ojos huevones, la boca fatigada, diseñaban en fluctuantes signos los toboganes del pensamiento. Al calzarse los guantes, veía los guantes amarillos de Don Celes. Y, de repente, otras imágenes saltaron en su memoria, con abigarrada palpitación de sueltos toretes en un redondel. Entre ángulos y roturas gramaticales, algunas palabras se encadenaban con vigor epigráfico: -Desecho de tienta. Cría de Guisando. ¡Graníticos!- Sobre este trampolín, un salto mortal, y el pensamiento quedaba en una suspensión ingrávida, gaseado: -¡Don Celes! ¡Asno divertido! ¡Magnífico!- El pensamiento, diluyéndose en una vaga emoción jocosa, se trasmudaba en sucesivas intuiciones plásticas de un vigoroso grafismo mental, y una lógica absurda de sueño. Don Celes, con albarda muy gaitera, hacía monadas en la pista de un circo. Era realmente el orondo gachupín. ¡Qué toninada! Castelar le había hecho creer que cuando gobernase lo llamaría para Ministro de Hacienda.