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6 La mangana
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La mangana
Zacarías el Cruzado, luego de atracar el esquife en una maraña de bejucos, se alzó sobre la barca, avizorando el chozo. La llanura de esteros y médanos, cruzada de acequias y aleteos de aves acuáticas, dilatábase con encendidas manchas de toros y caballadas, entre prados y cañerlas. La cúpula del cielo recogía los ecos de la vida campañera en su vasto y sonoro silencio. En la turquesa del día orfeonaban su gruñido los marranos. Lloraba un perro muy lastimero. Zacarías, sobresaltado, le llamó con un silbido. Acudió el perro zozobrante, bebiendo los vientos, sacudido con humana congoja: Levantado de manos sobre el pecho del indio, hociquea lastimero y le prende del camisote, sacándole fuera del esquife. El Cruzado monta el pistolón y camina con sombrío recelo: Pasa ante el chozo abierto y mudo. Penetra en la ciénaga: El perro le insta, sacudidas las orejas, el hocico al viento, con desolado tumulto, estremecida la pelambre, lastimero el resuello. Zacarías le va en seguimiento. Gruñen los marranos en el cenagal. Se asustan las gallinas al amparo del maguey culebrón. El negro vuelo de zopilotes que abate las alas sobre la pecina se remonta, asaltado del perro. Zacarías llega: Horrorizado y torvo, levanta un despojo sangriento. ¡Era cuanto encontraba de su chamaco! Los cerdos habían devorado la cara y las manos del niño: Los zopilotes le habían sacado el corazón del pecho. El indio se volvió al chozo: Encerró en su saco aquellos restos, y con ellos a los pies, sentado a la puerta, se puso a cavilar. De tan quieto, las moscas le cubrían y los lagartos tomaban el sol a su vera.
Zacarías se alzó con oscuro agüero: Fue al matate, volteó la piedra y descubrió un leve brillo de metales. La papeleta del empeño, en cuatro dobleces, estaba debajo. Zacarías, sin mudar el gesto de su máscara indiana, contó las nueve monedas, se guardó la plata en el cinto y deletreó el papel: «Quintín Pereda. Préstamos. Compra-Venta». Zacarías volvió al umbral, se puso el saco al hombro y tomó el rumbo de la ciudad: A su arrimo, el perro doblaba rabo y cabeza. Zacarías, por una calle de casas chatas, con azoteas y arrequives de colorines, se metió en los ruidos y luces de la feria: Llegó a un tabladillo de azares, y en el juego del parar apuntó las nueve monedas: Doblando la apuesta, ganó tres veces: Le azotó un pensamiento absurdo, otro agüero, un agüero macabro: ¡El costal en el hombro le daba la suerte! Se fue, seguido del perro, y entró en un bochinche: Allí se estuvo, con el saco a los pies, bebiendo aguardiente. En una mesa cercana comía la pareja del ciego y la chicuela. Entraba y salía gente, rotos y chinitas, indios camperos, viejas que venían por el centavo de cominos para los cocoles. Zacarías pidió un guiso de guajolote, y en su plato hizo parte al perro: Luego tornó a beber, con la chupalla sobre la cara: Trascendía, con helada consciencia, que aquellos despojos le aseguraban de riesgo: Presumía que le buscaban para prenderle, y no le turbaba el menor recelo; una seguridad cruel le enfriaba: Se puso el costal en el hombro, y con el pie levantó al perro: