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CAPÍTULO XXXI

Cara de Plata se apeó á la puerta del palacio de Bradomín. Ya era noche cerrada y en el charcal de la plaza, donde salpicaba el claro de luna, se columbraba la sombra de un perro, mirándose en el agua fangosa, en medio de un gran silencio y de una gran soledad. La plaza, con su hueca resonancia y sus cipreses, que dejaban caer de las cimas velos de sombras, parecía un cementerio. Muy de tarde en tarde, algún clérigo con los hábitos arremolinados la atravesaba, salvando los charcos con grandes zancadas, y desaparecía en el zaguán del palacio, apenas alumbrado por un farol de retorcidos hierros. Otras veces era un jinete, hidalgo aldeano, que se apeaba goteando agua de su montecristo. Se reunían todos en un salón largo y oscuro, que ostentaba en cada testero un canapé dorado, de gusto francés, con cojines de seda florida y desvanecida. El caballero legitimista los convocara secretamente para hacer recaudo de dineros y acudir á sostener la guerra. Algunos llegaban de villas y de aldeas remotas. Del otro lado del mar habían acudido, el arcipreste de Céltigos, el escribano Acuña, y Don Pedro de Lanzós y Don Diego Montesacro, que eran cuñados. De la montaña, se juntaban el capitán Cantillo, veterano de la otra guerra, el alcalde de San Clodio, el sumiller Aguiar, tres labradores ricos de Barrantes, y los abades de Gondar, de Grondarín, de Brandeso, de Bealo, de Lantañón y de Lantaño. El viejo dandy hizo su aparición tras larga espera, apoyado en el brazo de Cara de Plata: Volvía del cementerio: Estaba muy pálido y sus ojos tristes tenían una misteriosa consonancia con sus manos afiladas, de monje penitente. Llevaba sobre los hombros una talma aforrada en piel de marta, y en el lado izquierdo abría sus lises de sangre, la cruz de Santiago. Cara de Plata, para poder enterarle á solas, había esperado fuera del salón. Al entrar aún hablaban en voz baja:
-Fletaremos otro barco.