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CAPÍTULO XXVIII

En un vaho de niebla aparecía y desaparecía el Faro Ruano. La goleta pasó bajo él, ciñendo el viento, y apenas doblada la punta del playazo, rectificó el rumbo, y con todas las luces apagadas hizo proa á la ensenada de Lantañón, paraje desierto al socaire de los Picos Lantaños. El arenal, de guijas ásperas y amarillentas, invadía parte del robledo, un bosque de maleza y carballos retorcidos, con los troncos descortezados, y los nudos grandes, lisos y redondos como calaveras. Algunos árboles muy viejos, arraigados entre peñascales, se inclinaban sobre el mar, y sufrían el salsero de las olas que entraban en los socavones del monte. A corta distancia del mar, comenzaban los molinos, que parecían esparcidos por esa mano ingenua que dispone los nacimientos de Navidad: Casucas viejas con emparrados en las puertas, prendidas sobre una quebrada del monte por donde baja el río, un río saltante y espumante que tiene, en la paz dorada de los días, la música del cristal, con remansos de ensueño bajo la sombra verde de los mimbrales. Pero entonces, embarrado y amarillento, tenía la voz soturna del monte y de los lobos. Cara de Plata había llegado anochecido. Los carros se anunciaban en la vereda con su largo canto, que parecía más triste en aquella soledad honda y granítica, bajo aquel bajo aquel cielo de lluvia, donde algún buitre batía las alas. Los aldeanos, encapuchados con las corozas de juncos, iban sentados sobre la carga, silenciosos y cabeceantes. De tiempo en tiempo, oíase una voz acuciando á la yunta:
-¡To!… ¡Marelo!… ¡To!… ¡Bermello!…