La mañana gris y anubascada era presagio de tormenta y temporal en la costa. Por las callejuelas que bajan á la playa, aparecían trechos de un mar saltante y espumoso. Era una visión azul, clara y terrible, en la oscuridad lluviosa de aquellas cuestas toldadas por un cielo plomizo, que serpenteaban entre casas mezquinas con escalones en las puertas. Los porches de las iglesias parecían llenos por la voz del mar, se ofrecían sonoros y desnudos al paso del viento.
La tarde transcurrió toda en chubascos, con un largo ulular nocturno. Dos mujeres, madre é hija, con las basquiñas arremolinadas, atravesaron la plaza y entraron en el palacio de Bradomín. El caballero legitimista las recibió sentado cerca del fuego, en la gran biblioteca, donde leía en latín los Comentarios de César. Las dos mujeres se detuvieron en la puerta, haciendo una reverencia, sonrientes y silenciosas: Se tocaban con mantillas de velludo, como las aldeanas ricas, y arrollaban á las manos grandes rosarios de azabache engarzados en plata. Habló la hija, con una gran expresión de inmovilidad extendida sobre la cara, y los ojos llenos de atención:
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