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CAPÍTULO XXIII

El Girle comenzó á golpear con el pico, explorando donde sonaba á hueco. Los fusiles estaban ocultos bajo las losas del locutorio, en la bóveda de una antigua capilla subterránea, cerrada al culto hacía más de cien años. Se dieron prisa á desenterrarlos y conducirlos á la casa del vinculero. En aquella tarea, todos ayudaron con ardor silencioso y fanático. Era una procesión á lo largo de los claustros entristecidos por el alba, y á través de la iglesia oscura, donde habían ido poniendo luces de distancia en distancia, para determinar y alumbrar el camino: Brillaban desde lejos agujereando la sombra… Ya era un farol posado en tierra, ya era un cabo de cirio, resto de algún funeral, derramándose erguido sobre el balconaje del púlpito. Don Juan Manuel había despertado á sus criados para que ayudasen en aquel acarreo, y cuando el alijo estuvo en recaudo, los reunió á todos en una sala y cerró las puertas, jurando arrancarles la lengua si no guardaban bien guardado el secreto. Micaela la Roja se arrodilló:
-¡Ay, señor mi amo, puesta en el fuego no lo dijera!