Todas las puertas del convento estaban guardadas por centinelas, y era la consigna no permitir á nadie ni la salida ni la entrada. En lo alto de la torre, una monja, loca de miedo, seguía tocando las campanas, mientras hacía ronda en torno del convento y del huerto una escuadra de marineros desembarcados de la trincadura Almanzora, que aquella tarde, ya puesto el sol, viérase entrar en bahía con todo el velamen desplegado. El comandante, un viejo liberal que alardeaba de impío, recorría el claustro y la iglesia, seguido de cuatro marineros con linternas que hacían cateo bajo los altares, como en la bodega de un barco contrabandista. La comunidad, reunida en el coro, cantaba un miserere, y la voz del órgano era bajo las bóvedas como la voz del viento en un naufragio, temerosa y misteriosa, voz de procelas. El comandante quiso registrar las celdas, y salió á recibirle en el coro, sola y con el velo caído, la Madre Abadesa:
-Señor comandante, quien rompa la clausura incurre en pena de excomunión.
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