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CAPÍTULO IV

El Marqués de Bradomín madrugó para oír misa en el convento de donde era abadesa una de sus primas, aquella pálida y visionaria Isabel Montenegro y Bendaña. El viejo caballero, al recordarla, sentía una tristeza de crepúsculo en su alma. ¡Cuántas veces había pasado la muerte su hoz! De aquellas tres niñas con quienes había jugado en el jardín señorial, sólo una vivía. Como en el fondo de un espejo desvanecido, veía los rostros infantiles, las bocas risueñas, los ojos luminosos. Evocaba los nombres: ¡María Isabel! ¡María Fernandina! ¡Concha! Y aspiraba en ellos el aroma del jardín en otoño con sus flores marchitas, y una emoción musical y sentimental. ¡María Isabel! ¡María Fernándina! ¡Concha! Los claros nombres resonaban en su alma con un encanto juvenil y lejano. El amable Marqués de Bradomín tenía lágrimas en los ojos al entrar en el locutorio del convento donde le esperaba su prima la vieja abadesa, aquella pálida y visionaria María Isabel. La monja se levantó el velo:
-¡Dios te bendiga, Xavier!