El Salón de la Marquesa Carolina -rancia sedería, doradas consolas, desconcertados relojes- repetía, un poco desafinado, los ecos literarios y galantes de los salones franceses en el Segundo Imperio. La Marquesa, ahora en su cautivante y melancólico otoño, escéptica de las ilusionadas peregrinaciones en busca del amor, conspiraba soñándose una Marquesa de la Fronda. Acababa de encender las luces el lacayo de estrados, y la doncella, reflejada sucesivamente en los espejos de las consolas, reponía las flores en los jarrones. La Marquesa Carolina, esta noche, como otras noches, mimaba la comedia del frágil melindre nervioso, recostada en el gran sofá de góndola, entre tules y encajes, rubia pintada, casi desvanecida en la penumbra del salón retumbante de curvas y faralaes, pomposo y vacuo como el miriñaque de las madamas. La Marquesa Carolina era de un gran linaje francés, hija del célebre Duque de Ramilly, Mariscal y Par del Reino en la Corte de Luis Felipe. Reclinada en el sofá de góndola, perezosa y lánguida, quejábase de una enfermedad imaginaria. Hacíanle tertulia dos damiselas y un caballero con empaque de rancio gentilhombre. Este caballero era el afrancesado Marqués de Bradomín. Las damiselas -lindas las dos- eran Feliche Bonifaz y Teresita Ozores. La Marquesa se oprimía las sienes con las manos: El gesto doliente agraciaba su expresión de rubia otoñal. Teresita Ozores encarecía los encantos de París: Acababa de llegar, y suspiraba por volver:
-¡Los franceses, locos con el Imperio! ¡París, maravilloso! ¡La Opera, brillante! ¡Los modistos, un escándalo! ¡Pero qué lujo, qué gracia, qué esprit! Esta primavera, el último grito, los fulares estampados con rosas. Eugenia ha puesto la moda. ¡Para las rubias, admirable! ¡Tú, Carolina, estarás encantadora!
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