La Católica Majestad de Isabel adormecíase con las luces del alba, mecida en confusos pensamientos de reina -terrores, liviandades, milagros, rosadas esperanzas, clamoreo de cismas políticos, fusilada de pronunciamientos militares. Isabel II, en este año subversivo de 1868, se contristaba con el espectro de la Revolución, causa de tantos males en el Reino: Juzgaba, candorosamente, que extirpada la impiedad liberal y masónica tornaría a la ruta de sus grandes destinos la Nación Española. Era muy reverenciosa de las conquistas sobre infieles de su abuelo San Fernando. España -la hija predilecta de la Iglesia-, vilmente calumniada por los malos patriotas desterrados en la frontera, la encendía en lumbres y corajes populares de Dos de Mayo: Visitaba todos los sábados por la tarde el Convento de Jesús. Hacía en el camarín largos rezos, pasando la camándula de la Madre Patrocinio: Mudaba más que nunca de la risa al llanto, y era tan pronto amor como esquivez lo que sentía por el Príncipe de Asturias. En Francia, algunos emigrados fomentaban una intriga para que abdicase la Señora. Felizmente, Roma, en aquella hora tan atribulada, acudía con sus bálsamos al conforto de su amada hija en Cristo. La Reina adormecíase cobijando ilusas esperanzas: El dedo azul de los ojos se velaba en el oro de las pestañas: Soñaba con labrar la felicidad de todos los españoles: El Santo Padre, señalándola con nuevas prendas de amor, promulgaba una bula que redimía de las calderas infernales a todos los súbditos de Isabel: Las glorias masónicas, en procesiones de penitentes, con capuchas y velillas verdes, se acogían al seno de la Iglesia. La Reina de España sentía el aliento del milagro en el murmullo ardiente con que la bendecía su pueblo. ¡Y en este limbo de nieblas babionas y piadosas imágenes brillaba con halo de indulgencia y felices oráculos la Rosa de Oro!
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