El besamanos estaba señalado para las tres de la tarde, pero comenzó lindando las cuatro. La clara luz de la tarde madrileña entraba por los balcones reales, y el séquito joyante de tornasoles, plumas, mantos y entorchados evocaba las luces de la Corte de Carlos IV. La Reina Nuestra Señora, revestida de corona y armiños, empecinada como una matrona popular, entró con mucha ceremonia en el Salón del Trono. El Rey Don Francisco dábale el brazo: Vestido de capitán general, muy perejil, todo colgado de cruces y bandas, casi desaparecía al flanco pomposo y maduro de la Señora: Asidos levemente de la mano, subieron las gradas del trono: Se saludaron con una genuflexión, como pastores de villancico, y tomaron asiento, sonrientes para el concurso, con gracia amanerada de danzantes que miman su dúo sobre un reloj de consola. Su Alteza Real el Príncipe de Asturias, vestido con marcial uniforme y luciendo divisas de cabo, hizo besamanos el primero: Era un niño pálido, con las orejas muy separadas: El enclenque desparpajo de la figura, la tristeza de la mirada, llena de prematuras curiosidades, promovían, con aquel disfraz del charrasco y el pantalón colorado, un recóndito dejo de cruel mojiganga. La expresión aguzada, enfermiza y precoz del Augusto Niño no prometía una vida lozana. Le agasajó con maternal orgullo la Señora. Alargó el Rey, sin llegar a tocarle, una mano blanca y llena de hoyos. Resplandeció el palatino cortejo, con sonrisa extasiada, y todos los rostros se asemejaron en una expresión de embobamiento familiar. El bálsamo cadencioso de la ceremonia religiosa se decantaba en los pechos cruzados de bandas: Todos eran felices en aquel momento y casi se amaban, complacidos en el júbilo maternal de la Reina Nuestra Señora. Sentían la protección celeste, estaba en sus corazones como una miel acendrada. El besamanos fue largo, pero tan lucido de mantos y oropeles, que muchos, en su embeleso, no lo reputaron cansado, y las horas se les hicieron instantes. La Señora, siempre de la mano de su Augusto Esposo, sonriendo, purpúrea bajo la coronal real, descendió del Trono: Tuvo palabras gratas para sus cortesanos. Era pimpante, donosa y feliz de malicias en la vana charla de la etiqueta: Entonces advertíase reina. ¡Hada de alcázares! Pero en las asperezas del gobernar político se le desvanecía la atención, dolorosamente incomprensiva. En este año de la Rosa de Oro se amargaba con la duda de que muchos españoles habían dejado de quererla. ¡Eran bien ingratos! ¡Y cuántos tendrían que condenarse por sus ideas extraviadas de progreso! ¡Condenarse! La Señora no deseaba el fuego eterno ni a sus mayores enemigos: Era pecado del que jamás había tenido que lavar su conciencia ante el Santo Tribunal. ¡El infierno, para nadie! La Señora, por el hilo de los pensamientos, llevó la mirada de sus claros ojos al Señor Duque de Valencia, que, vestido de gran uniforme, destacaba en medio del dorado salón su angosto talle de gitano viejo. La Señora le sonrió llamándole: Y hablaron a solas. Los que estaban vecinos, respetuosamente se distanciaban:
-Te estuve mirando, y me parece que algo te pasa. Estás preocupado. ¿Hay malas noticias? ¿Se han pronunciado en algún cuartel?
Sign in to unlock this title
Sign in to continue reading, it's free! As an unregistered user you can only read a little bit.