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CAPÍTULO V

La Majestad de Isabel II, pomposa, frondosa, bombona, campaneando sobre los erguidos chapines, pasó del camarín a la vecina saleta. La dama de servicio, con el aire maquinal de los sacristanes viejos cuando mascullan sacros latines, le prendió en los hombros el manto de armiño. Los regios ojos, los claros ojos parleros, el labio popular y amable, agradecieron con una sonrisa a la cotorrona de Casa y Boca. Aquella estantigua de credo apostólico, nobleza rancia, cacumen escaso, chismes de monja y chascarrillos de fraile, también intrigaba en las tertulias de antecámara desde el año feliz de las bodas reales. Era Duquesa de Fitero y Marquesa de Villanueva de los Olivares, con otros títulos y sobrenombres de claro abolengo, mucha hacienda en cortijos, dehesas, ganados, paneras, cotos, granjas, castillos y palacios. El escudo de sus armas está repartido por toda la redondez de España. La vejancona, confusamente, se sabía de un gran linaje, sangre bastarda de reyes aragoneses y judíos castellanos. Luego, tras estas exiguas luces, todo el saber histórico y familiar de la rancia señora constituía una fábula trivial, llena de incertidumbre, cubierta de polvo como los legajos de Simancas. En la puerta, cuando salía, se detuvo la Reina Nuestra Señora:
-Eulalia, de ti para mí, y no vayas más lejos…