Cuando, al término de la ceremonia, el palatino cortejo de plumas, bandas, espadines y mantos se acogió a los regios estrados, la Reina Nuestra Señora hubo de pasar a su camarín para aflojarse el talle. La Doña Pepita acudió pulcra y beatona: Era dueña del tiempo fernandino, una sombra familiar en las antecámaras reales. La Señora, al aflojarla la opresa cintura las manos serviles de la azafata, suspiró aliviándose: Estaba muy conmovida y olorosa de incienso: En la capilla, oyendo leer la salutación del Santo Padre, casi se transportaba, y el ahogo feliz del ceremonial veníale de nuevo. La Reina sentíase desmayar en una onda de piedad candorosa, y batía los párpados presintiendo un regalado deleite:
-Pepita, voy a confiarte un secreto. ¡Es para ti sola y no vayas a publicarlo por los desvanes!
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