La Santidad de Pío IX, corriendo aquel año subversivo de 1868, quiso premiar con la Rosa de Oro, que bendice en la Cuarta Dominica Cuaresmal, las altas prendas y ejemplares virtudes de la Reina Nuestra Señora. A la significación de tan fausto suceso, no correspondió, como prometía, el cristiano sentimiento de la Nación Española: Aquellos que más debieran celebrarlo tenían intrigado en las camarillas vaticanas contra la designación de esta señalada merced para la Reina Nuestra Señora. Hubo una difusa intriga diplomática con mitras, frailes y monjas, recordando el tiempo de los Apostólicos. Personajes muy señalados terciaron en aquel enredo: Del Padre Fulgencio, Confesor del Rey Don Francisco, parece probado, y acaso no estuvo tan ajeno como debiera el Augusto Consorte. Una monja milagrera también anduvo en ello, según se propaló en murmuraciones de antecámara: Esta monja, que tenía captadas las regias voluntades, preciaba sus artes políticas por mejores que las de Roma. El Confesor y la Madre Patrocinio estimaban más eficaces que las muestras de amor indulgentes los anatemas con su cortejo de diablos y espantos: La monja y el fraile trataban de purificar al pueblo español de la contaminación masónica, y, escarmentados de otras veces, recelaban que por el conforto de las bulas pontificias, se les fuese de las manos el gobierno de la Señora. La Reina, libre de miedos, candorosa y desmemoriada, podía volver a los descarríos de antaño y firmar paces con las facciones liberales, que, emigradas, conspiraban en Francia. Eran machos los palaciegos que acogían este linaje de suspicacias cuando llegó a la Corte el Enviado Apostólico. Con tal motivo hubo grandes fiestas en el Real Palacio: Capilla con señores obispos y cantantes de la Opera: Besamanos y parada: Banquete de gala y rigodón diplomático. Todo el lucido y barroco ceremonial, de la Corte de España.
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