La tea anarquista y las hogueras inquisitoriales atorbellinaban sus negros humos sobre el haz de España. La furia popular trágica de rencores, milagrera y alucinante, incendiaba los campos, y en el cielo rojo del incendio creía ver apariciones celestiales. La fiebre revolucionaria, en la hora de máxima turbulencia, se infantilizaba con apariciones y presagios del mileno. El clero aldeano, predicador de la cruzada carcunda, conducía a sus feligreses a las gándaras de los ejidos comunales. Ágiles pastores de cándidos ojos mostraban el sendero, como en las viejas crónicas que refieren las batallas contra el moro, con la blanca aparición de Santiago. Las negras sotanas escalaban los cerros capitaneando las fanáticas rogativas. Sobre el horizonte incendiado, los niños pastores señalaban las celestes apariciones. La comunión de feligreses esperaba inmovilizada. En el silencio atento, rompía los cristales de la tarde el suspiro histérico de las beatas como en una cópula sagrada. Sobre las rojas lumbres de las represalias se encendían las cándidas luces del milagro. Todos los ojos contemplaban el teologal prodigio de las escalas angélicas y el trono de nubes donde pacen ovejas e hila su copo de oro Nuestra Señora. Y el incendio de las furias populares corría sobre los campos, y el rico avariento huido de su fundo, se refugiaba en las ciudades, y por las hispánicas veredas, con los últimos reflejos del día destellaban tricornios y fusiles.
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