El Espadón de Loja tuvo magnas exequias con honores de capitán general muerto en campaña. Para ver pasar el entierro por la carrera tendida de roses y fusiles ha salido al ruedo celeste, vestido de luces, el mozo rubio, como retórica la tribu faraona, allá por los pagos del difunto. El Espadón había dispuesto que se le diese sepultura en tierra de Loja. Madrid le despedía tendido por las calles, animado y bullanguero con tantos brillos de bayonetas, roses, plumajes y charangada de metales. La guarnición, con uniforme de gala, cubría la carrera. La pompa de luces y cánticos, músicas y banderas, coronas y salvas militares era de una desorbitada redundancia a lo largo de las callejuelas moriscas, con tabernuchos, empeños y casas de trato. El latín de los rezos se difundía en barrocas nubes de incienso por la calle verdulera: Los acólitos levantaban los incensarios, y las graves voces de los oboes solfeaban la oquedad protocolaria del duelo nacional. Hacían Viernes Santo, a lo largo de las aceras, niños hospicianos con flacas velillas, y con fachenda de hachones, los porteros de Cámaras, Tribunales y Academias. El Rey Consorte, exiguo y tripudo como una peonza, presidía el duelo. Pasos de bailarín y arreos de capitán general. Batían marcha los tambores. Un mirlo, viejo solista, silba el trágala en la tienda del zapatero, héroe de barricadas, que se ha puesto, con desafío, el morrión de miliciano. El cortejo bajaba hacia la Estación de Atocha. Aromaban las primeras lilas y eran plenas de misterio floral las arboledas del Jardín Botánico. En el andén, elocuentes voces del moderantismo tejieron la rocalla de fúnebres loores, y tras el último pucherete retórico, renovóse el flato de añejas conjuras que tenían por patrono al Rey Consorte.
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