Cantaban las cornetas militares y formaba la guardia de trasquilados pistolos, presentando armas, en las puertas de Palacio. El regio cortejo -damas, caballerizos, edecanes- volvía cariacontecido a murmurar su intriga por rincones de antecámara, galerías y escaleras. Solamente Doña Isabel tenía una expresión encalmada, contenida en augusto gesto de chunga borbónica: Campaneándose con aire de oca graciosa, entre golpes de alabarda y trémolo de cornetas, subía la gran escalera apoyada en el brazo del Marqués de Novaliches: Retirada al secreto de su cámara, dejó caer la máscara, recayendo en los temores y congojas del convento: Tomó la pluma con ánimo de escribirle a la monja; pero le dolían los ojos, y la pluma sólo dejaba caer borrones: Llamó a Doña Pepita Rúa, y cambió de vestido. La azafata, con arrumacos de bruja, daba vueltas en torno de la Reina:
-¡Pepita, no me marees! Tú algo tienes que pedir: Habla pronto y vete. Estoy de muy mal humor y muy harta de tus entrometimientos. ¡Hubieras visto el feo de la Bendita Madre!
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