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CAPÍTULO VII

Entró en el locutorio, con premura y afanes, la dama de Su Majestad. Acudieron también, entre luces, algunas monjas. La Priora, con mieles y sahumerios de beata lagarta, se acercó a la Reina. Sollozaba la Señora en brazos de la dama: No podía respirar con la congoja, se ahogaba, iba a desmayarse. Otras Madres trajeron vinagrillos olorosos en salvillas de plata, para humedecerle las sienes, reliquias, agua del Jordán. Doña Isabel, poco a poco, se recobraba conmovida por largos suspiros, reclinando la cabeza en el sillón dorado, con un cojín de terciopelo a los pies, entre la dama y la Priora. El azul celino de sus ojos sonreía en el cerco de lágrimas. De las tenues y claras pupilas se borraba el susto, bajo los mimos de las Benditas Madres. Sentía el amor de aquellas vidas consagradas al rezo y al ayuno, místicas desposadas del Divino Crucificado. El piadoso sobresalto de las monjas penetraba como bálsamo el ánimo amoroso de la Reina. Lloraba y sonreía, agradeciendo aquellos cuidados de la Comunidad. La rodeaba el coro beato -ondular de sombras talares, albura de tocas y manos, rumor de sandalias, sonajería de cruces, rosarios y patenas. La Comunidad había dispuesto un agasajo de almíbares y chocolate. La Priora consultaba el caso en voz baja con la dama de la Reina:
-¿No le convendría un reparito a la Señora?