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CAPÍTULO VI

Las Madres de Jesús recibieron la regia visita con gozosos aspavientos: Habían puesto en los altares rizadas velas, primorosos paños, extraordinarios floripondios de talcos y papel. Una nube de incienso flotaba en el locutorio sigiloso, lleno de tácitas pisadas, susurros y sombras: En la tiniebla de los rincones, las cornucopias tenían un brillo de remotos faustos, y la religiosa vastedad del locutorio agrandábase en la incerteza de la penumbra, donde apenas concretaban sus destellos la esfera de un reloj, la copa de un brasero, las espadas de una Dolorosa. Llegaban apagados los ecos de la plegaria que cantaba en el coro la Comunidad. Rezaba, repartido por la iglesia, el palatino cortejo. En el locutorio, asistida por dos novicias que alumbraban con velas verdes, apareció la Madre Patrocinio. Eran transparentes de blancura el rostro y las manos. Caminaba rígida y extraña. Parecía en tránsito. Se abrió rechinante la enrejada puerta y, afligida con el pañolito sobre los ojos, entró Doña Isabel. La Seráfica Madre quedó en pie, los brazos abiertos en cruz, mostrando la palma sangrienta de las manos, sobre las dos novicias arrodilladas, alumbrantes con sus velillas verdes: La figura de la monja tenía un acento de pavor milagrero y dramático. Doña Isabel se arrodilló sollozante:
-¡Madre mía, qué enojada estás con tu pobre Reina!