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CAPÍTULO III

La Cámara de la Reina tenía aire de velorio. Doña Isabel lloraba con medroso presagio de su ruina, la muerte del Espadón. La Señora tenía en la boca un pucherete de desconsuelo, y la morrilla de la nariz, reluciente. La Doña Pepita Rúa, en servicio de alcoba, la asistía con vinagrillos: Por distraerla, enhebraba cuentos, devociones y chismes de azafata rancia. La Reina de España, frondosa, rubia y herpética, con nada se consolaba: Para no caer en desmayo, se fortalecía con bizcochos y marrasquino, tumbada en el sofá de damascos reales. Pasó el día en afligida zozobra. Al encender las luces, quiso hacer su tocado nocturno. Suspiró los rezos, tomó agua bendita, entró en la cama, santificado el rubio y flamenco desnudo con la camisa que antes había vestido la monja milagrera: Cuatro aspas de sangre en el costado de la preciada reliquia dibujaban una cruz. La Señora, recogidas las trenzas en la papalina de seda celeste, sin dormirse, atendía al ir y venir de la azafata sahumando con la salvilla donde se quemaba la clásica pajuela de incienso y estoraque: La Reina, cubierta por la colcha de damasco, apagaba los suspiros en los encajes de la almohada: El sahumerio dábale un vago sentimiento piadoso de liturgia y latines solfeados:
-¡Pepita, estoy muy preocupada! Deja la chufleta. Acércate, mujer, y ven a consolarme.