El Marqués de Torre-Mellada salió de sus habitaciones, retocado y pintado, a una galería de arcos, abierta sobre el picadero. Pepín Río-Hermoso adiestraba una jaca. El picadero del engomado carcamal era un círculo de elegancias, en las postrimerías del Reinado Isabelino. Madrid, famoso en el mundo por sus mujeres y sus caballos, adquiría el tono supremo con una cuadra tenida a la inglesa, como la cuadra de Torre-Mellada. El lujo de carrozas y palafrenes era tradición de aquella antigua casa. El Marqués no ignoraba que a la prosapia de sus caballos debía el resalte mundano y el rango en la Corte Isabelina.
Su valimiento en la servidumbre palaciega estaba sostenido sobre el aparato de sus caballos y cocheros ingleses. El Marqués se arruinaba con esta clara conciencia de su proyección en el mundo. Desde la galería examinaba y ponía precio, entre mientes, a la jaca anglo-hispana de Pepín Río-Hermoso. Pepín le saludó con inocencia de niño en juegos:
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