El Marqués se despertó cuando diluía su pueril repique, en rubias luces, el esquilón de unas monjas confiteras. El Marqués tenía por devoción hacer su desayuno con el sabroso chocolate de aquellas Benditas Madres. Entre sorbo y bizcocho, malicia apocada y suspiro beato, divertía la oreja con los cuentos del ayuda de cámara. Doblando sobre un hombro el perfil de loro afligido, vestida la bata de seda verde con borlones y ringorrangos, escuchaba las décimas del réquiem, y aun procuraba aprenderse la tonadilla, según la lección de Toñete. Daba fin al desayuno, cuando el criado le presentó el correo. En tanto desgarraba los sobres, quería recordar con fláccidos pianos el sonsonete de las espinelas. Entre solfa y soflama, agorinaba el carcamal:
-¡Un sacrilegio, Toñete! ¡Un sacrilegio! ¡No debías venirme con esas fábulas de la canalla más vil! ¡Un escándalo que esas irreverentes coplas puedan circular libremente! ¡Ya no se respeta ni la Parca ni el Trono! ¿Adónde vamos?
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