El Doctor y el Marqués, vagarosos, lentos, conversando en voz baja, se acogieron a una saleta vecina, con fuego en la chimenea. El Marqués de Redín, sin perder su elegante empaque, se apartaba el cordón de los quevedos, sobre el rizo de una oreja:
-Doctor, necesito su consejo: Su doble consejo de padre prolífico y hombre de ciencia. Tengo remordimientos respecto a mi conducta -acaso demasiado rígida- en los métodos educativos empleados con Agila. ¡Es una criatura anormal y me negaba a reconocerlo! ¡Me dolía profundamente! Ahora me obsesiona su evidencia. ¡Mi severidad ha sido monstruosa! Doctor, ¿usted qué me aconseja? ¿Doblegarme? ¿Ceder? ¿Dar oídos a esa carta? ¡Ceder! ¿Pero a los propios ojos de ese niño no arrastraría mi dignidad de padre? ¡En este momento son tantas mis dudas, que me harán un gran bien sus consejos, querido Doctor!
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