El Doctor, suspenso en la puerta, se hacía cargo de la posición del enfermo. Agila, pálido, con la frente bajo una servilleta, mojada en vinagre, apenas entreabrió los ojos. El Doctor, indicando con el gesto que aproximasen una luz, le descubrió el pecho y las manos: Le estiró los brazos con largo movimiento y los colocó paralelos al tronco. Puso sobre la sábana su cartera de cirugía. En el arsenal de aceros buscó las tijeras y cortó la camisa: Sobre el desnudo esternón corría la luz con un tremido que desconcertaba las líneas de la figura yacente. Eulalia se cubrió los ojos. El Doctor levantó la cabeza y miró en redondo, paseando las lunas de los espejuelos con una muda interrogación. Sus dedos tanteaban sobre el cuerpo de Agila.
-Quéjese cuando sienta mayor dolor bajo la presión de mis dedos.
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