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CAPÍTULO IV

Alcázar. ¡Veinte minutos!
Jipi, guayabera de dril, zapatos de charol, un negro antillano corría el andén abierto de zancas y balanceaba una jaula de loro o cotorra en cada mano. Bajo la marquesina de cinc, ocupando el recuadro de sombra, se agrupaba en retablillo el familión de un militar que regresaba de Cuba. La Coronela era joven, morocha, caída de pechos, aviejada, con la mata fosca de canas y azabaches: Tenía en los ojos una tristeza de carnales fuegos, en insomne contraste con la ceniza de la chencha: Aturbulaba los ojos sobre los hombres, con un mirar sagrado, profundo de tinieblas y génesis. Las hijastras eran tres señoritas muy semejantes, con la semejanza de tres cirios que arden en un candelero con igual angustia de apagarse: Las tres concertaban sobre la madrastra una mirada atenta y chismosa. La madrastra tenía para ellas perezoso despego: No era más extremada con los hijos, una tropa chamiza entregada al cuido de mucamas y asistentes. La servidumbre, negra y mulata, se desplegaba por el andén portando maletines, sombrereras, líos de mantas: Ondulante, ceñida a la sierpe del tren, ceceaba tropicales cadencias. La Coronela, bajo la marquesina, fumaba un largo veguero. Asombrados y burlones, los pardillos indígenas se paraban en hilera. Mocinas, abuelas y zagalones se anonadaban en la verde maravilla de los loros y en el escándalo con que fumaba la mujer morena. El Coronel Sagastizábal, alto, flaco, enfermo de calenturas, del hígado, de los remos, maniático, polemista, republicano, hereje, masón y poeta, volvía de las calientes islas antillanas. Desembarcado en Lisboa, pisaba tierra hispánica en Alcázar: Retórico y buen patriota, frente al campo adusto, sin agua, sin pájaros, sin ramos, buscaba en el cofre de las divisas heroicas una sugestión para entusiasmarse, y se desolaba en la procura: El alma permanecía en un estado de sórdida sequedad: A la visión real del páramo manchego se yuxtaponía la nostalgia memorosa del remoto archipiélago antillano, en una transposición de imágenes con luz tropical: Maniguales espesos, campos de caña, vegas tabaqueñas, cafetales, vastos silencios, encendidas siestas. La hamaca, el esclavo, el rebenque. Cerró los ojos frente al páramo y se recogió en sí mismo, envolviendo el alma friolera en un jirón de retórica roja y gualda: