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CAPÍTULO IX

La Barga del Moro se alegraba con el cascabeleo del atalaje. Trotaban las cuatro mulillas enganchadas al faetón y las regía el Marqués de Torre-Mellada. En la adusta soledad penibética era un adefesio anacrónico aquel vejete de chistera gris, guantes anaranjados, tobina con recortes de astracán, y en los fláccidos cachetes, rosicleres, de alquimia… Tío Blasillo de Juanes, acerado de sienes, ojiduro, cetrino, cenceño, iba en el pescante a la vera del pintado carcamal. Adolfito Bonifaz, hundido en los almohadones del asiento, proyectaba el humo de un sueño ambicioso. ¡César o nada! Y con la divisa sonora, trenzaba el devaneo ruin con que se prometía jugarle una mala partida a Torre-Mellada. ¡Una con que reventase de rabia aquel mentor impertinente! Adolfito Bonifaz alargaba las piernas, cuidadoso de no macular con mesocráticas rodilleras los lechuguinos pantalones de trabilla. Las muías amusgaban la oreja. En medio del camino, un pastor rodeado del hato abría en el aire las mangas del capisayo. Tío Juanes se incorporó en el pescante y ojiduro removió la boca:
-¡Esto dice cautela!