Por Jarón de San Blas, en los lejos, avizoraban las dos disfrazadas comadruelas. Arrimados los fusiles al muro de la ermita, sesteaba la Pareja. Tito el Baldado retorcía el pabilo del busto en la palmatoria de tuertas canalejas, peregrinante por el campillo, sobre los bastes del rucio, que tendía el cuello y desconcertaba los cuadriles, olfateando por una brizna de hierba. Era la hora del descanso y curiosos de mirar al preso acudían los gañanes de un cortijo. Tenían destellos de sudados soles, risas fulvas y rejos ibéricos. Con aquella cuadrilla, acuciado de un cierto sobresalto, asomábase por vigilar la ermita el pardo santero: Movía en el baldón de la capa las secas tabas de galgo verdino: Con alegres cintajos de escapularios animaba el sombrero: En las manos sostenía el cepillo del Santo. Entró en la ermita y salió en talle con un botijo, que brindó a los Guardias:
-¡Otra cosa no tengo mejor que ofrecerles!
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