Comadrejas con el hombro pegado a las bardas, hacían cauteloso acecho por unas eras, Juana de Tito y Malena la Carifancho. Subían los Guardias con el preso, hacia el villorrio lomero de Castril Morisco. Un zagal requisado por los tricornios alegraba al rucio con oraciones arrieras y halagos de vara. Ponía el sol en los adobes una llama adusta, una luz de castigo que calcaba con tintas chinas el perfil de los tejados. Las comadrejas, cada una por su sesgo, abiertas las mirlas, y el ojo lagartero, metíanse por las callejuelas, atisbonas a los pasos e intenciones de los Guardias. Recayeron a un campillo con tres casucas arrugadas, puestas de esquina, en disputa termosa de viejas. Ante la puerta laureada de un tabernucho, apagaban las sedes del camino el rucio, el espolique, el preso y la Pareja. Los tricornios con una sangría: Con agua de la noria los otros tres penitentes. Las comadrejas sacaban el ojo por contrapuestas esquinas. Los Guardias se alzaron, y el bulto del asno con el tullido salió trotando a la carretera, bajo la lluvia de azotes e injurias con que lo animaba el renegado espolique. Juana de Tito, escurrida y ligera, se acogió al tabernucho, cortando el terreno a espaldas de la Pareja: Con el pañuelo caído sobre el ojo tuerto, llegó al mostrador, y garbeando la mano soltó una peseta:
-Madre Melonilla, desengáñeme si es buena esta beata.
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